Una luz. Leve,
trémula, lejana. Pinaza, su olor inundando el ambiente, rodeándolo. Pasos,
sonando, golpeando el aire con fuerza, avivándose con cada rama seca, cada
charco escondido que la lluvia nocturna dejaba bajo el manto del bosque. Alan
miró a lo lejos, entre los pinos y robles, siguiendo esa luz con la mirada.
Quizá solo sea un reflejo en agua estancada, pensó, o las brasas de una hoguera
que alguien, un paseante perdido, tan perdido como él quizás, habría logrado
encender tras arduos intentos, entre la humedad y el frío del sotobosque.
Pronto lo sabría.
Pronto lo vería. Parecía más cercano a cada paso. Por impaciencia, curiosidad,
o ya fuera por desesperación, empezó a acelerar el acercamiento. Pasó de andar,
con cierta dificultad por la cojera, a correr, brincar, saltando entre troncos
descubiertos y piedras inoportunas. Su aliento gastado se disparaba,
blanquecino, vaporoso, contra el viento que de madrugada acariciaba ese bosque
invernal. Y al fin…
¡Al fin! La luz,
esa chispa de esperanza en medio de la noche, que se antojaba eterna, se
materializó ante él.
¿Qué era? Una puerta. Una puerta entreabierta.
Alan miró hacia
arriba, a los lados, alrededor. Allí estaba. Una pequeña casa, más bien una
cabaña, hecha de piedras, rocas, ladrillos… una amalgama de materiales formando
paredes de forma irregular, con un techo de troncos cortados toscamente y
cubiertos por pequeñas franjas de paja y barro. A la poca luz que la noche
permitía, parecía un lugar grotesco, sacado de un viejo cuento. Alan esperó
dubitativo tras esa puerta entornada, quizá temiendo que una vieja bruja lo
recibiera, y lo usara como cena, o, quién sabe, esperando ver siete cabritos
atemorizados que le pedirían enseñarle la mano por el quicio… Pero el frío y el
cansancio le empujaron a poner la mano en esa puerta, esa puerta de madera sin
lijar, hecha a mano quizá…
-¿Quién eres?
Alan quedó mudo.
Un chico, quizá de su edad, quizá mayor, vestido con un poncho de lana y unos
tejanos raídos estaba justo a unos centímetros de él. Era un poco más alto,
solo un poco, pero le parecía gigante en esos momentos. Un ser celestial,
imponente, traído de otro mundo, ya fuera para llevarlo a la placidez eterna, o
devolverlo a su helado infierno.
-¿No sabes
hablar?
Alan intentó
hablar, pero le costaba. Hacía meses, o más de un año, no lo sabía, desde que
había hablado por última vez. Además, el frío se había encargado de hacer que
la garganta se le hinchara incontables veces. Quizá ya no podía hablar. Quizá
ya no sabía…
-Eehh…
Alan tosió
lastimeramente. No podía… Le dolía el cuerpo. Le dolía la garganta, los
pulmones. Le dolía el corazón… pero eso no era por el frío, al menos no ese
tipo de frío.
El extraño lo miró. Sus ojos eran castaños,
cálidos, intensos… Le recordaban al café con leche, aquél que su abuela
preparaba los domingos y le daba a espaldas de su madre.
- Entra.
Alan le hizo
caso. Se apoyó en el marco de la puerta, apenas podía caminar. Por dentro, la
cabaña era acogedora. Las paredes estaban cubiertas de telas de cálidos
colores. Rojos, naranjas, amarillos… Telas finas que brillaban a la luz de una
chimenea. Telas brillantes que le transportaban a un mundo de sol y calor. A un
mundo muy distinto al que había fuera.
Sus pies, húmedos
y embarrados, agradecieron pisar el suelo de madera, esta vez bien pulida. Su
piel, que hacía tiempo no sentía nada, empezó a notar un ligero cosquilleo.
El extraño cerró
la puerta y se sentó en un mullido sofá, cerca del fuego.
- Ven, acércate.
Entrarás en calor.
Alan no sabía qué
le ocurría. Su mente se llenó de recuerdos. Sus emociones estallaron. Sus ojos
se llenaron de lágrimas, que calientes rodaron por su rostro.
-¿Qué te ocurre?
El extraño se
acercó a él preocupado. Alan se había arrodillado, con las manos en la cara. No
podía… no podía dejar de llorar. ¡Estaba sintiendo! Por primera vez en mucho
tiempo estaba sintiendo algo. Gratitud. Alegría. Pero también tristeza,
compasión, por sí mismo y lo que había pasado los últimos meses. Unas palabras
gorgotearon por su garganta inflamada y miró al extraño:
-Gracias.-
El extraño lo
observó y sonrió. Después hizo algo que Alan siempre recordaría. Algo que Alan
atesoraría como un recuerdo dulce y cálido, de los más intensos en esos meses
difíciles: Lo abrazó. Lo abrazó con todas sus fuerzas.
-Tranquilo, aquí
estarás bien.-
Antes de perder
el conocimiento, Alan vio como un gato gris lo observaba. Lo hacía con
extrañeza desde un rincón, descansando en un lecho de telas rojas.
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