dissabte, 28 de desembre del 2013

Árboles

Una luz. Leve, trémula, lejana. Pinaza, su olor inundando el ambiente, rodeándolo. Pasos, sonando, golpeando el aire con fuerza, avivándose con cada rama seca, cada charco escondido que la lluvia nocturna dejaba bajo el manto del bosque. Alan miró a lo lejos, entre los pinos y robles, siguiendo esa luz con la mirada. Quizá solo sea un reflejo en agua estancada, pensó, o las brasas de una hoguera que alguien, un paseante perdido, tan perdido como él quizás, habría logrado encender tras arduos intentos, entre la humedad y el frío del sotobosque.

Pronto lo sabría. Pronto lo vería. Parecía más cercano a cada paso. Por impaciencia, curiosidad, o ya fuera por desesperación, empezó a acelerar el acercamiento. Pasó de andar, con cierta dificultad por la cojera, a correr, brincar, saltando entre troncos descubiertos y piedras inoportunas. Su aliento gastado se disparaba, blanquecino, vaporoso, contra el viento que de madrugada acariciaba ese bosque invernal. Y al fin…
¡Al fin! La luz, esa chispa de esperanza en medio de la noche, que se antojaba eterna, se materializó ante él. 

¿Qué era? Una puerta. Una puerta entreabierta.

Alan miró hacia arriba, a los lados, alrededor. Allí estaba. Una pequeña casa, más bien una cabaña, hecha de piedras, rocas, ladrillos… una amalgama de materiales formando paredes de forma irregular, con un techo de troncos cortados toscamente y cubiertos por pequeñas franjas de paja y barro. A la poca luz que la noche permitía, parecía un lugar grotesco, sacado de un viejo cuento. Alan esperó dubitativo tras esa puerta entornada, quizá temiendo que una vieja bruja lo recibiera, y lo usara como cena, o, quién sabe, esperando ver siete cabritos atemorizados que le pedirían enseñarle la mano por el quicio… Pero el frío y el cansancio le empujaron a poner la mano en esa puerta, esa puerta de madera sin lijar, hecha a mano quizá…

-¿Quién eres?

Alan quedó mudo. Un chico, quizá de su edad, quizá mayor, vestido con un poncho de lana y unos tejanos raídos estaba justo a unos centímetros de él. Era un poco más alto, solo un poco, pero le parecía gigante en esos momentos. Un ser celestial, imponente, traído de otro mundo, ya fuera para llevarlo a la placidez eterna, o devolverlo a su helado infierno.

-¿No sabes hablar?

Alan intentó hablar, pero le costaba. Hacía meses, o más de un año, no lo sabía, desde que había hablado por última vez. Además, el frío se había encargado de hacer que la garganta se le hinchara incontables veces. Quizá ya no podía hablar. Quizá ya no sabía…

-Eehh…

Alan tosió lastimeramente. No podía… Le dolía el cuerpo. Le dolía la garganta, los pulmones. Le dolía el corazón… pero eso no era por el frío, al menos no ese tipo de frío.

El  extraño lo miró. Sus ojos eran castaños, cálidos, intensos… Le recordaban al café con leche, aquél que su abuela preparaba los domingos y le daba a espaldas de su madre.

- Entra.

Alan le hizo caso. Se apoyó en el marco de la puerta, apenas podía caminar. Por dentro, la cabaña era acogedora. Las paredes estaban cubiertas de telas de cálidos colores. Rojos, naranjas, amarillos… Telas finas que brillaban a la luz de una chimenea. Telas brillantes que le transportaban a un mundo de sol y calor. A un mundo muy distinto al que había fuera.

Sus pies, húmedos y embarrados, agradecieron pisar el suelo de madera, esta vez bien pulida. Su piel, que hacía tiempo no sentía nada, empezó a notar un ligero cosquilleo.

El extraño cerró la puerta y se sentó en un mullido sofá, cerca del fuego.

- Ven, acércate. Entrarás en calor.

Alan no sabía qué le ocurría. Su mente se llenó de recuerdos. Sus emociones estallaron. Sus ojos se llenaron de lágrimas, que calientes rodaron por su rostro.

-¿Qué te ocurre?

El extraño se acercó a él preocupado. Alan se había arrodillado, con las manos en la cara. No podía… no podía dejar de llorar. ¡Estaba sintiendo! Por primera vez en mucho tiempo estaba sintiendo algo. Gratitud. Alegría. Pero también tristeza, compasión, por sí mismo y lo que había pasado los últimos meses. Unas palabras gorgotearon por su garganta inflamada y miró al extraño:

-Gracias.-

El extraño lo observó y sonrió. Después hizo algo que Alan siempre recordaría. Algo que Alan atesoraría como un recuerdo dulce y cálido, de los más intensos en esos meses difíciles: Lo abrazó. Lo abrazó con todas sus fuerzas.

-Tranquilo, aquí estarás bien.-

Antes de perder el conocimiento, Alan vio como un gato gris lo observaba. Lo hacía con extrañeza desde un rincón, descansando en un lecho de telas rojas.

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