El lugar olía a
incienso. Un olor dulzón, penetrante, casi floral. Cerré la puerta del ascensor
y, casi de inmediato, volvió a subir con un ruido grave y reverberante.
Tenia ante mí metros y metros de pasillo. La única luz procedía de unos
pequeños focos alineados sobre la pared izquierda, cada uno iluminando un espejo
de distinto marco. Nunca me ha gustado verme reflejado, en parte por una
autoestima malograda, en parte también por una aversión natural. Intenté
centrarme en el suelo, de baldosa blanca, o mirar la otra pared, empapelada en
negro con finas líneas grises.
Pero mi atención
volvía a ellos, siniestros dobles que me sostenían la mirada. Así fue mi
esfuerzo en no mirar lo que hizo que tardara tanto en darme cuenta.
Habiendo andado un
rato, y temiendo que el pasillo no tuviera fin, miré a mi izquierda y vi algo
que no alcancé a entender: una cicatriz cruzaba la mejilla de mi Reflejo.
Instintivamente, me toqué la cara, pero no noté nada. Alarmado, retrocedí hasta
el espejo anterior. Esta vez, no había cicatriz, sino un pequeño aro perforado
en su labio.
Anduve, casi corrí,
hacia delante de nuevo y el patrón se repetía: desde cada marco, una versión
ligeramente distinta de mí mismo devolvía mis gestos. A medida que avanzaba,
los cambios eran más notables. A veces un cambio se añadía al anterior,
convirtiendo ese reflejo en alguien completamente distinto a mí. En su mayoría,
ellos –a veces ellas- eran ‘Yos’ que podrían haber sido, pero también los había
que fueron. Los había que serán. Pero los más perturbadores eran los que podrán
ser, las caras de los caminos que aún podía y puedo tomar.
Tardé horas en alcanzar
el final del pasillo, y, allí, otro ascensor esperaba. Entré, cerré la puerta y,
casi de inmediato, subió con un ruido grave y reverberante.
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