dijous, 9 d’octubre del 2014

Teoría del Reflejo


El lugar olía a incienso. Un olor dulzón, penetrante, casi floral. Cerré la puerta del ascensor y, casi de inmediato, volvió a subir con un ruido grave y reverberante.

Tenia ante mí metros y metros de pasillo. La única luz procedía de unos pequeños focos alineados sobre la pared izquierda, cada uno iluminando un espejo de distinto marco. Nunca me ha gustado verme reflejado, en parte por una autoestima malograda, en parte también por una aversión natural. Intenté centrarme en el suelo, de baldosa blanca, o mirar la otra pared, empapelada en negro con finas líneas grises.

Pero mi atención volvía a ellos, siniestros dobles que me sostenían la mirada. Así fue mi esfuerzo en no mirar lo que hizo que tardara tanto en darme cuenta.

Habiendo andado un rato, y temiendo que el pasillo no tuviera fin, miré a mi izquierda y vi algo que no alcancé a entender: una cicatriz cruzaba la mejilla de mi Reflejo. Instintivamente, me toqué la cara, pero no noté nada. Alarmado, retrocedí hasta el espejo anterior. Esta vez, no había cicatriz, sino un pequeño aro perforado en su labio.

Anduve, casi corrí, hacia delante de nuevo y el patrón se repetía: desde cada marco, una versión ligeramente distinta de mí mismo devolvía mis gestos. A medida que avanzaba, los cambios eran más notables. A veces un cambio se añadía al anterior, convirtiendo ese reflejo en alguien completamente distinto a mí. En su mayoría, ellos –a veces ellas- eran ‘Yos’ que podrían haber sido, pero también los había que fueron. Los había que serán. Pero los más perturbadores eran los que podrán ser, las caras de los caminos que aún podía y puedo tomar.


Tardé horas en alcanzar el final del pasillo, y, allí, otro ascensor esperaba. Entré, cerré la puerta y, casi de inmediato, subió con un ruido grave y reverberante.

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