dissabte, 28 de desembre del 2013

Compañía.

(Este relato, y este otro, ocurren en el mismo contexto. Misma historia, misma narradora)

Ya estaba más que cansada de todo eso. Fui a mi habitación y me eché en la cama. Hacía frío, como siempre, pero no quería taparme con la manta. Supongo que, de algún modo, mi cuerpo quería sentir lo que sentía mi mente. Una gelidez abismal. Un silencio que devoraba todo pensamiento que me pudiera abordar.

Tras unos minutos, oí la puerta entreabrirse. Era Dimas.

-¿Te importa que pase?
-Adelante.

Realmente, me importaba que pasase. No quería ver a nadie. Pero tampoco quería ser desagradable con él. Dimas no me había hecho nada. La verdad es que tampoco había tenido oportunidad.

Era extraño, pero en los dos meses que llevaba viviendo en la Casa, apenas le había visto. Ni siquiera sabía cuál era su habitación. No era una casa tan grande, pero tampoco había preguntado a nadie. Solamente sabía que salía temprano por la mañana, dejaba el desayuno hecho, volvía a irse, venía al mediodía sin que lo viera para hacer la comida, y se volvía a marchar hasta que anochecía. Cada tarde lo podía oír cerrando la pesada puerta de la verja.

Se acercó a mí y se sentó en el suelo. Debía estar helado.

-¿Qué te pasa?
-Nada.

Fue mi respuesta automática. No quería explicarme. ¡No debía explicarme!

-He oído cómo gritabas a Aura.
-¿Y?

No era asunto suyo. Era entre nosotras, no debía meterse. Nunca me ha gustado que alguien se meta cuando discuto con una persona.

-La tratas con demasiada dureza.
-No es cosa tuya.
-Conozco a Aura desde hace tiempo. Es mi amiga. Si veo que alguien la trata injustamente, lo mínimo que puedo hacer es defenderla.
-¿Y quién me defiende a mí?

Dimas suspiró. Me miró con esos ojos grandes y anormalmente expresivos. No parecía enfadado. Otro lo estaría si hubiera dicho esas cosas a su amiga. Parecía más bien… ¿triste? ¿Decepcionado? Sí, decepcionado.

-No hace falta que te defiendan cuando nadie te ha atacado.
-Deberías…-
-Déjame contarte algo.-

No me dejó acabar. Dios, cómo odiaba que me interrumpieran. Él siguió hablando:

-Hará medio año, mis padres me llamaron desde la capital. Les costó establecer comunicación, ya sabes cómo son estas cosas aquí, pero al fin pudieron contármelo. Mi abuelo había muerto. Había pasado meses en una cama, supongo que agonizando. Yo quería ir a verlo desde hacía tiempo, pero por una cosa u otra lo fui posponiendo. Hasta que al final no fue necesario.- dijo esto mirando hacia otro lado, avergonzado.-Cuando me lo contaron, tardé un poco en reaccionar. No podía creer que hubiera muerto. Me fui a la cama y me quedé allí durante horas, medio dormido. Hasta que algo se debió accionar en mi cabeza, y me puse a llorar. Me inundó la rabia, me sentí desesperado. Fui al jardín, cogí un hacha y empecé a golpear troncos, palos, el suelo, la verja… Incluso un poste de metal. Quería sentir mi cuerpo vibrar con los golpes. Quería que me ardieran las manos, que me dolieran. Cuando me calmé, fui a buscar mi pistola de balines,- me miró- los que disparan esas bolitas de plástico, ¿Sabes cuáles digo?-

Asentí.

-Cogí la pistola, me senté en la mesa del patio y empecé a hacer puntería disparando a las hojas. Imaginé que cada hoja era un recuerdo de mi abuelo. Un recuerdo de los últimos tiempos, cuándo casi no podía valerse por sí mismo. Disparé a esos recuerdos. Después de un rato, Aura se sentó a mi lado y me dijo: “¿Estás bien?”-

Una vez más, me enervó la parquedad de esa chica. No era mi recuerdo, pero igualmente me enfadaba:

-Qué tontería ¿Cómo creía que estabas?-

Me miró con una sonrisa.

-Eso le dije yo: “¿Cómo crees que estoy?”. Solamente me miró y se quedó callada. Estuvo sentada conmigo casi una hora, y no cruzamos ni una palabra.

Parecía haber acabado su historia. No entendía nada.

-¿Esta es tu forma de defender a Aura?
- ¿No lo has entendido? “Estuvo sentada conmigo casi una hora”- citó sus propias palabras.
-Sigo sin comprender.-

Cerró los ojos, volvió a suspirar, y negó con la cabeza.


- Aura no es el tipo de personas que habla por hablar. De hecho, ni siquiera habla cuando tiene que hablar. Para Aura, son importantes los gestos. No me dio palabras de apoyo, no me dio abrazos y besos. Pero me dio su compañía. Todo lo que era capaz de darme en ese momento. Y lo aprecio mil veces más que si se forzara a decir una palabra amable.

Posesión



Al abrir la puerta del balcón, lo vi sentado en un rincón, mirando al vacío con los ojos muy abiertos. Tenía una sonrisa en los labios. En ese momento, pensé que ese gesto solo podía ser el de un loco. O el de un sabio.

-¿Qué haces?- le pregunté.

Me miró como si mi existencia lo sorprendiera. Seguía teniendo ese brillo en los ojos.

- Pensaba en el tiempo. El tiempo es maravilloso. La gran maravilla del hombre.

Lo dijo como si debiera tener sentido para mi. En un intento por acercarme a él, me senté a su lado. Desde ahí esperaba verlo más cercano, más humano quizá. No lo conseguí, había alguna cosa en su expresión que me perturbaba.

-¿Qué quieres decir?- pregunté, casi dudando si quería una respuesta.

Entonces abrió los brazos, y, en un gesto teatral que casi me saca un ojo, giró las manos con fluidez.

El tiempo!- dijo casi gritando.- Es un gran concepto. Piensa en ello: ¿Hay acaso otro concepto parecido al tiempo en nuestro conocimiento? Algo intangible, que nuestros sentidos apenas pueden apreciar. Una idea artificial, creada por el hombre, que a la vez la naturaleza respalda con su imponente avance. ¡El tiempo!- gritó de nuevo, cerrando los brazos y mirándome.- ¿Se te ocurre algo parecido? ¿Algo que sintamos igual?

Aparté mis ojos de él. Ahora era también su discurso el que me perturbaba. Pensé algo que responderle:

- ¿El espacio? Parece un concepto parecido.

Enarcó una ceja, como si hubiera dicho la mayor estupidez.

-El espacio… ¡Ni remotamente! El espacio puedes sentirlo. El espacio puedes verlo. El espacio… ¡El espacio puedes comprarlo! Eso es lo más importante, el espacio, o parte de él, puedes poseerlo. En cambio, el tiempo, no puedes poseerlo. ¡Piensa! De todo lo que crea el ser humano, todo lo que idea, ¿Cuántas cosas no puede poseer?- dejó de mirarme y volvió la mirada al vacío, para mi propio alivio.- El amor, podría ser un buen competidor. El amor no se puede comprar.-

Intentando, quizá acabar con ello, le di la razón.

-Ahí lo tienes, el amor es un concepto parecido al tiempo.

Resopló, negando con la cabeza. ¿Por qué no me iba? ¿Por qué seguía sentado ahí? Ese habría sido un buen tema sobre el que disertar.

-El amor -prosiguió – no se puede comprar, cierto. Pero se puede poseer. Uno posee amor. Además, es algo finito e individual. Hay gente con amor, y gente sin ella. El concepto del amor empalidece al lado de el del tiempo. El tiempo es algo concebido como casi infinito. Algo que afecta a todo ser, viviente o no. Uno no posee el tiempo. En todo caso, es el tiempo el que posee a uno. Piensa,- repitió- ¿Hay algo tan grande como el tiempo, que nos posee en lugar de poseerlo nosotros, y que tiene presencia en todo?-

Contesté de forma automática lo único que se me ocurría, la verdad es que apenas entendía lo que me preguntaba.

-Bueno, está Dios.

De nuevo, posó sus ojos en mí. Esta vez lucía una sonrisa más afable, tranquilizadora.

-Ciertamente, Dios es un concepto parecido. Omnisciente, todopoderoso, no se puede poseer… Pero la diferencia radica en su existencia. La base de su ser. Dios, es un concepto también creado por el hombre al observar su entorno, en lo que coincide con el tiempo. Pero Dios… - hizo una pausa y dejó de sonreír, volvía a mirar al vacío- es un concepto infinitamente más relativo que el tiempo. Para un creyente, Dios existe, junto a sus cualidades. Para un no creyente, no existe, perdiendo sus cualidades divinas. En cambio, el tiempo… Es un concepto, si cabe, más universal. Es el Dios primigenio.

Paró un largo rato. Durante ese tiempo pude verlo.  O creí verlo. Vi el Tiempo en él, con su vacío y su poder.

De repente me miró con el gesto ausente y dijo, casi en un susurro:

-Encuentra a alguien que no crea en Dios, y tendrás ante ti una persona corriente. Pero si encuentras a alguien que no crea en la existencia del tiempo, entonces…- paró y se volvió de nuevo, mirando a la lejanía- entonces tendrás ante ti a una persona tan grande como el concepto en que dice no creer.

Después de aquello no habló, se limitó a cerrar los ojos y pensar, encerrado en su pequeño mundo, marginándome en la realidad.

Pasaron días hasta que mi mente volvió a aquel instante. 

Pensé en sus ojos vacíos, en la rapidez de sus palabras y en la artificialidad de su gesto. Y después en su comparación del tiempo con Dios.

Cuando era más joven, había oído en clase de religión que había gente que era poseída por demonios. Esa gente hablaba con otras voces, y poseían la sabiduría y la perversidad del mismo Satán.

También los había que eran poseídos por ángeles o vírgenes santas. Algunos, incluso, eran poseídos por el mismo Dios, y este, a través de sus bocas humanas y terrenales, daba sus órdenes y designios a algunos elegidos.

Una idea descabellada pasó por mi cabeza.

¿Y si el Tiempo lo había poseído? 

¿Y si, ese gran concepto, común en la humanidad desde sus principios, había tomado una forma humana?

¿Y si, cansado de ser una idea, medido con relojes e incontables fórmulas matemáticas, hubiera decidido poseer, realmente, al ser humano?

Imaginé al Tiempo y lo que vería. Gente robando su tesoro, malgastándolo. Personas dedicando sus días, sus horas, sus minutos y segundos a temas triviales y sin sentido.

Imaginé al Tiempo, y lo vi enloquecer. 
Engullido por la locura de ser humano. 

Obokuri Eeumi

(Antes de ser demasiado crític@, piensa que esto fue escrito hace ya unos años. Uno no nace sabiendo escribir, va mejorando por el camino)

-¡Heresie! ¡Here!
Me sobresalté al oír la voz lejana de Syn. En un instante la sorpresa se transformó en miedo y temí la reacción de los dos individuos presentes.

-¡Marchaos!- les grité intentando salvar la situación
-¡Mierda! ¡Nos has engañado, niñato de mierda!- se abalanzaron sobre mí y el gordo me cogió del pelo para golpear mi cabeza con fuerza contra el suelo fangoso

Un golpe, dos golpes, tres golpes, cuatro… Un chillido desgarrador rasgó el silencio de la colina.

E    El hombre del yukata azul yacía en el suelo boqueando penosamente como un pez fuera del agua. De su cuello abierto emanaba un riachuelo de sangre.

El que me golpeaba me soltó y desenvainó su espada.

-          -¿Tú eres el Indigno, verdad?- rió con escarnio –Siempre has sido un sucio bastardo.-
Dicho esto se abalanzó sobre Syn.

En menos de un segundo. Solamente en menos de un segundo, la cabeza de ese hombre rodó por los suelos.
-          -Explícame qué estaba pasando.-
-          -Syn, yo…-
-         - ¡Que me lo expliques te digo!-






Y al acabar se fue. No hubo despedidas, no hubo abrazos, ninguna palabra que indicase que volveríamos a vernos. Se marchó sin más, dejándome atrás, como si, de forma simbólica, intentara decir  que todo había acabado, que aquellos dos años quedaban perdidos en el recuerdo.

El sol se apagaba mientras cruzaba la fina línea del horizonte, y yo los veía alejarse, a ambos. Al sol rojizo que iba trayendo el manto estelado de la noche, y al que había sido mi sol durante largo tiempo. Solo quedábamos el viento, los cadáveres sangrantes, el reflejo del atardecer sobre los pequeños charcos, yo de rodillas sobre el fango, y los cuervos impasibles sobre los árboles secos y deshojados. Y sin equivocarme, puedo decir que lo único que restaba con vida en aquella inquietante colina, eran esas aves, que con luto en sus plumajes, esperaban con quietud mi partida, respetando estoicos mi dolor. Pero yo no me movería de allí, nada quedaba en mi vida que tuviera sentido. Ahora estaba definitivamente perdido. Siempre había vivido sin un presente y un futuro seguros, pero ahora, con su último gesto, había rasgado mi pasado igual que había desgarrado mi brazo sin querer al clavar su vieja katana en la frente de aquella pobre infeliz.

No tenía intención de seguir viviendo. No cumpliría mi condena de soledad eterna, como tampoco él había cumplido su promesa de quedarse conmigo. Deshice el vendaje improvisado que él me había hecho con su camisa, y dejé que la sangre fluyera y recorriera mi brazo hasta caer y mezclarse con el barro.

Cogí la ropa ensangrentada y la froté contra el resto de mi cuerpo. Los cuervos, inquietos, se revolvieron en sus ramas, quizá empezando a entender mi muda súplica. Me dejé caer boca arriba sobre el fango y abracé su camisa una vez más, oliendo el cuello, la única parte que mi sangre no había corrompido. Y cerré mis ojos dictando sentencia. Al hacerlo, oí miles de alas revoloteando encima de mí.

Sentí las cien garras afiladas del cruel sino desgarrar sin compasión mis ropajes y mi piel. Los picos de la muerte comían con desesperación mi carne, mientras yo dejaba de sentir el dolor profundo de mi alma.
Miré por última vez el cielo estrellado, al tiempo que la brisa nocturna me traía los ecos de aquella bella pero triste canción japonesa que hacía tiempo él me había hecho escuchar… Por primera vez en ese extraño ritual mortuorio lloré.

No era de dolor, sino de tristeza. Un sentimiento reconfortante que te hace sentir que aún estás vivo. Me habría echado atrás en ese momento, al comprender, quizá demasiado tarde, que la vida podía seguir y depararme mejores momentos, e incluso la ansiada felicidad.

Pero no podía, ya no había retorno posible. Dejé que los cuervos devoraran mi cuerpo y mi alma, mientras yo, con una vaga sonrisa desaparecía lentamente para volar por el cielo estrellado, y aunque fuera dentro de aquellas aves, sería al fin libre. Libre de mi propio ser.

Quizá alguna vez, en otra vida, volvería a escuchar esa canción con él. En otras circunstancias más felices. Mientras, siempre la tendré en mi mente y mi corazón, estén donde estén…

Y repetiré quedamente, con tristeza y dolor… Obokuri Eeumi…

Como un zumbido incesante.

(Este relato, y este otro, ocurren en el mismo contexto. Misma historia, misma narradora)

A penas podía verlos a través de la estrecha rendija, pero se podía entender perfectamente lo que decían, a pesar del ruido de los generadores que taladraba con un zumbido incesante cada palabra que pronunciaban.
Gin estaba sentada en el suelo de hormigón, abrazada a sus rodillas. Mantenía el pelo en la cara, pero sé que miraba hacia nosotros. No creo que le importara que Sarah y yo supiéramos lo que pasaba. No creo que, en ese momento, le importara nada en absoluto.

Alan permanecía de pie en un rincón, apoyado en uno de esos generadores brillantes y cobrizos, y la miraba como… Como solía mirarte Alan. En esos momentos, sus ojos no me parecieron muy distintos de la máquina en que se apoyaba. Marrones, acerados y condenadamente fríos. Nada más que una superficie en que reflejarse la luz.

Cogimos la conversación a medias, pero era fácil entender lo que ocurría.

-…que te importe. ¡Llevo seis meses fuera! ¡Hace medio año que no nos vemos!¿Y tú reaccionas así?- Gin soltaba las palabras arrastrándolas, su forma de hablar me recordaba al sirope de chocolate: dulce, pero empalagosa. Algo que no querrías tomar todo el tiempo.
Alan no reaccionaba.
-¡Te he dicho que llevamos seis meses sin vernos!- ese grito resonó por todo el cuarto.
- Te he entendido.
- ¿Acaso no te alegras de volver a verme?
- Me gusta tenerte aquí.

La habilidad de Alan para hablar solamente con las palabras justas, no se mostraba muy útil cuando discutía.

- ¿”Me gusta tenerte aquí” es lo único que eres capaz de decirme?
- Supongo.
Alan bajó la vista al suelo. Parecía ausente. Más ausente que nunca. Era como si él formara parte del entorno, de las paredes y suelos de hormigón, de las calderas y generadores. En lugar de ser el protagonista de la escena.
-¡Seis meses!- Gin insistió con un llanto.-¡Seis putos meses lejos de ti!

Alan la miró fijamente, creo que cansado de que Gin se repitiera.
-Para mí han sido como seis días.

Por un momento el llanto cesó y los dos se sostuvieron la mirada.

Fue en ese momento. Tardé demasiado, pero lo entendí.

 Entendí que Alan había dejado de ser Alan hacía ya tiempo. El frío, la niebla, la lluvia, la nieve, la humedad… La Espina no había cambiado solamente el clima que la rodeaba. Lentamente había conseguido cambiar también aquellos que se mantenían cerca de ella. Muy poco a poco, se había ido clavando, sin que se dieran cuenta, y les había hecho sentir el peor dolor posible para un humano.

No sentir nada.

Eso también me hizo comprender que La Espina no se llamaba así por la forma que tenía, si no por el efecto que provocaba.

Por desgracia Gin también se dio cuenta de todo aquello.

Se había dado cuenta de que había perdido a Alan.

Se había dado cuenta de que había malgastado el tiempo volviendo a la casa.
Y por último, se dio cuenta de que aquellos últimos seis meses habían sido, por desgracia, los más felices en mucho tiempo.

Esa noche, Gin se durmió llorando en el sofá. La podía oír desde el piso de arriba.

A la mañana siguiente, no estaban ni ella, ni sus cosas. Nunca la volvimos a ver.
Nunca volvimos a hablar de ella.


Árboles

Una luz. Leve, trémula, lejana. Pinaza, su olor inundando el ambiente, rodeándolo. Pasos, sonando, golpeando el aire con fuerza, avivándose con cada rama seca, cada charco escondido que la lluvia nocturna dejaba bajo el manto del bosque. Alan miró a lo lejos, entre los pinos y robles, siguiendo esa luz con la mirada. Quizá solo sea un reflejo en agua estancada, pensó, o las brasas de una hoguera que alguien, un paseante perdido, tan perdido como él quizás, habría logrado encender tras arduos intentos, entre la humedad y el frío del sotobosque.

Pronto lo sabría. Pronto lo vería. Parecía más cercano a cada paso. Por impaciencia, curiosidad, o ya fuera por desesperación, empezó a acelerar el acercamiento. Pasó de andar, con cierta dificultad por la cojera, a correr, brincar, saltando entre troncos descubiertos y piedras inoportunas. Su aliento gastado se disparaba, blanquecino, vaporoso, contra el viento que de madrugada acariciaba ese bosque invernal. Y al fin…
¡Al fin! La luz, esa chispa de esperanza en medio de la noche, que se antojaba eterna, se materializó ante él. 

¿Qué era? Una puerta. Una puerta entreabierta.

Alan miró hacia arriba, a los lados, alrededor. Allí estaba. Una pequeña casa, más bien una cabaña, hecha de piedras, rocas, ladrillos… una amalgama de materiales formando paredes de forma irregular, con un techo de troncos cortados toscamente y cubiertos por pequeñas franjas de paja y barro. A la poca luz que la noche permitía, parecía un lugar grotesco, sacado de un viejo cuento. Alan esperó dubitativo tras esa puerta entornada, quizá temiendo que una vieja bruja lo recibiera, y lo usara como cena, o, quién sabe, esperando ver siete cabritos atemorizados que le pedirían enseñarle la mano por el quicio… Pero el frío y el cansancio le empujaron a poner la mano en esa puerta, esa puerta de madera sin lijar, hecha a mano quizá…

-¿Quién eres?

Alan quedó mudo. Un chico, quizá de su edad, quizá mayor, vestido con un poncho de lana y unos tejanos raídos estaba justo a unos centímetros de él. Era un poco más alto, solo un poco, pero le parecía gigante en esos momentos. Un ser celestial, imponente, traído de otro mundo, ya fuera para llevarlo a la placidez eterna, o devolverlo a su helado infierno.

-¿No sabes hablar?

Alan intentó hablar, pero le costaba. Hacía meses, o más de un año, no lo sabía, desde que había hablado por última vez. Además, el frío se había encargado de hacer que la garganta se le hinchara incontables veces. Quizá ya no podía hablar. Quizá ya no sabía…

-Eehh…

Alan tosió lastimeramente. No podía… Le dolía el cuerpo. Le dolía la garganta, los pulmones. Le dolía el corazón… pero eso no era por el frío, al menos no ese tipo de frío.

El  extraño lo miró. Sus ojos eran castaños, cálidos, intensos… Le recordaban al café con leche, aquél que su abuela preparaba los domingos y le daba a espaldas de su madre.

- Entra.

Alan le hizo caso. Se apoyó en el marco de la puerta, apenas podía caminar. Por dentro, la cabaña era acogedora. Las paredes estaban cubiertas de telas de cálidos colores. Rojos, naranjas, amarillos… Telas finas que brillaban a la luz de una chimenea. Telas brillantes que le transportaban a un mundo de sol y calor. A un mundo muy distinto al que había fuera.

Sus pies, húmedos y embarrados, agradecieron pisar el suelo de madera, esta vez bien pulida. Su piel, que hacía tiempo no sentía nada, empezó a notar un ligero cosquilleo.

El extraño cerró la puerta y se sentó en un mullido sofá, cerca del fuego.

- Ven, acércate. Entrarás en calor.

Alan no sabía qué le ocurría. Su mente se llenó de recuerdos. Sus emociones estallaron. Sus ojos se llenaron de lágrimas, que calientes rodaron por su rostro.

-¿Qué te ocurre?

El extraño se acercó a él preocupado. Alan se había arrodillado, con las manos en la cara. No podía… no podía dejar de llorar. ¡Estaba sintiendo! Por primera vez en mucho tiempo estaba sintiendo algo. Gratitud. Alegría. Pero también tristeza, compasión, por sí mismo y lo que había pasado los últimos meses. Unas palabras gorgotearon por su garganta inflamada y miró al extraño:

-Gracias.-

El extraño lo observó y sonrió. Después hizo algo que Alan siempre recordaría. Algo que Alan atesoraría como un recuerdo dulce y cálido, de los más intensos en esos meses difíciles: Lo abrazó. Lo abrazó con todas sus fuerzas.

-Tranquilo, aquí estarás bien.-

Antes de perder el conocimiento, Alan vio como un gato gris lo observaba. Lo hacía con extrañeza desde un rincón, descansando en un lecho de telas rojas.