dissabte, 28 de desembre del 2013

Obokuri Eeumi

(Antes de ser demasiado crític@, piensa que esto fue escrito hace ya unos años. Uno no nace sabiendo escribir, va mejorando por el camino)

-¡Heresie! ¡Here!
Me sobresalté al oír la voz lejana de Syn. En un instante la sorpresa se transformó en miedo y temí la reacción de los dos individuos presentes.

-¡Marchaos!- les grité intentando salvar la situación
-¡Mierda! ¡Nos has engañado, niñato de mierda!- se abalanzaron sobre mí y el gordo me cogió del pelo para golpear mi cabeza con fuerza contra el suelo fangoso

Un golpe, dos golpes, tres golpes, cuatro… Un chillido desgarrador rasgó el silencio de la colina.

E    El hombre del yukata azul yacía en el suelo boqueando penosamente como un pez fuera del agua. De su cuello abierto emanaba un riachuelo de sangre.

El que me golpeaba me soltó y desenvainó su espada.

-          -¿Tú eres el Indigno, verdad?- rió con escarnio –Siempre has sido un sucio bastardo.-
Dicho esto se abalanzó sobre Syn.

En menos de un segundo. Solamente en menos de un segundo, la cabeza de ese hombre rodó por los suelos.
-          -Explícame qué estaba pasando.-
-          -Syn, yo…-
-         - ¡Que me lo expliques te digo!-






Y al acabar se fue. No hubo despedidas, no hubo abrazos, ninguna palabra que indicase que volveríamos a vernos. Se marchó sin más, dejándome atrás, como si, de forma simbólica, intentara decir  que todo había acabado, que aquellos dos años quedaban perdidos en el recuerdo.

El sol se apagaba mientras cruzaba la fina línea del horizonte, y yo los veía alejarse, a ambos. Al sol rojizo que iba trayendo el manto estelado de la noche, y al que había sido mi sol durante largo tiempo. Solo quedábamos el viento, los cadáveres sangrantes, el reflejo del atardecer sobre los pequeños charcos, yo de rodillas sobre el fango, y los cuervos impasibles sobre los árboles secos y deshojados. Y sin equivocarme, puedo decir que lo único que restaba con vida en aquella inquietante colina, eran esas aves, que con luto en sus plumajes, esperaban con quietud mi partida, respetando estoicos mi dolor. Pero yo no me movería de allí, nada quedaba en mi vida que tuviera sentido. Ahora estaba definitivamente perdido. Siempre había vivido sin un presente y un futuro seguros, pero ahora, con su último gesto, había rasgado mi pasado igual que había desgarrado mi brazo sin querer al clavar su vieja katana en la frente de aquella pobre infeliz.

No tenía intención de seguir viviendo. No cumpliría mi condena de soledad eterna, como tampoco él había cumplido su promesa de quedarse conmigo. Deshice el vendaje improvisado que él me había hecho con su camisa, y dejé que la sangre fluyera y recorriera mi brazo hasta caer y mezclarse con el barro.

Cogí la ropa ensangrentada y la froté contra el resto de mi cuerpo. Los cuervos, inquietos, se revolvieron en sus ramas, quizá empezando a entender mi muda súplica. Me dejé caer boca arriba sobre el fango y abracé su camisa una vez más, oliendo el cuello, la única parte que mi sangre no había corrompido. Y cerré mis ojos dictando sentencia. Al hacerlo, oí miles de alas revoloteando encima de mí.

Sentí las cien garras afiladas del cruel sino desgarrar sin compasión mis ropajes y mi piel. Los picos de la muerte comían con desesperación mi carne, mientras yo dejaba de sentir el dolor profundo de mi alma.
Miré por última vez el cielo estrellado, al tiempo que la brisa nocturna me traía los ecos de aquella bella pero triste canción japonesa que hacía tiempo él me había hecho escuchar… Por primera vez en ese extraño ritual mortuorio lloré.

No era de dolor, sino de tristeza. Un sentimiento reconfortante que te hace sentir que aún estás vivo. Me habría echado atrás en ese momento, al comprender, quizá demasiado tarde, que la vida podía seguir y depararme mejores momentos, e incluso la ansiada felicidad.

Pero no podía, ya no había retorno posible. Dejé que los cuervos devoraran mi cuerpo y mi alma, mientras yo, con una vaga sonrisa desaparecía lentamente para volar por el cielo estrellado, y aunque fuera dentro de aquellas aves, sería al fin libre. Libre de mi propio ser.

Quizá alguna vez, en otra vida, volvería a escuchar esa canción con él. En otras circunstancias más felices. Mientras, siempre la tendré en mi mente y mi corazón, estén donde estén…

Y repetiré quedamente, con tristeza y dolor… Obokuri Eeumi…

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